La cagada de Nis

¡Esto es una cagada! ¡Una gran cagada!

El general Kuz gritaba con los ojos al rojo vivo, conteniendo las lágrimas de rabia. Apretaba los dientes:

¡No llevéis a los heridos a la enfermería! ¡Ya no queda hilo!

El oficial caminaba entre sus hombres con los puños cerrados. Se le quedaban mirando con ojos agrandados por la desnutrición. Tras dos días bajo los cañonazos de los trinisantos, Kuz había perdido su turbante y la casaca verde estaba agujereada de metralla. Era un hombre pequeño, renegrido por el sol. Se moría al ver a sus hombres masacrados sin haber podido dar un solo espadazo. La fortaleza de Nis se había convertido en una morgue.

Estaba atardeciendo. El cielo estaba empezando a coger ese color de oro podrido o de carne de ángel putrefacto. Cuando atardecía en Arialcanda era como si un hipotético dios hubiera muerto y su cuerpo cayera amoratado, agusanado, inflado, encima del mundo. Nis olía a depósito de cadáveres divinos.

El alcázar de Nis era el único obstáculo que impedía el paso del ejército trinisanto a la ciudad de Arialcanda. Por esa razón sus muros llevaban dos días bajo un diluvio de cañonazos que había diezmado al ejercito de los cetrinos sin que los dos bandos contendientes se hubieran mirado a los ojos.

El general Kuz caminaba desalentado entre sus hombres. Eran soldados de piel muy tiznada, de cabellos ásperos y rizados. Menudos. Se le quedaban mirando con sus pupilas negras, algunos con odio, otros con miedo, con los dientes castañeando, apretando la espada. Los uniformes estaban hechos retales. Los pantalones abombados, para el retiro. Las botas hasta la rodilla, agujereadas y deformes.

Habían llegado desde muy lejos sólo para desangrarse al son de las granadas enemigas. Y Kuz lo sabía ya en el día lejano en que comenzaron el penoso viaje desde sus tierras, allá en el sur.

Por eso ahora se ahogaba las ganas de llorar cuando veía la enfermería convertida en un matadero, inundada de sangre. Los cirujanos cortaban miembros y cosían arterias sin tregua. Llevaban 48 horas corta por aquí, sangra por allá. Los más afortunados se vendaban con jirones de sus propios uniformes las carnes atravesadas. Hacía ya tiempo que tener un hueso roto era privilegio entre la soldadesca.

Por alguna razón, la cantinela de la cañonería trinisanta había enmudecido. Los hombres del fortín empezaban a acostumbrarse a la metralla como a la lluvia en primavera. Estaba atardeciendo en aquella tierra remota. El sol enrojecía tras las colinas de sangre y el cielo se convertía en una hemorragia que se derramaba por las nubes. Esa generosa exhibición de sangre celestial era un presagio de lo que iba a pasar en la tierra. No soplaba un pedo de viento.

¡General! exclamó un oficial que se acercó corriendo ¡General! ¡Han muerto tres capitanes y dos tenientes!

Kuz escuchó en silencio y se acercó a un grupo de vagos.

¡Vosotros cinco! ¡En pie!

Los soldados, sucios y morenos, se levantaron.

¡Vosotros dos sois ahora tenientes! ¡Y vosotros tres, capitanes!

Los soldados se alzaron de hombros sin ninguna alegría. Y Kuz no se lo reprobó. El subordinado le reconvino en voz baja después:

Pero señor, si son cinco gandules.

¿Y qué? ¿Qué más da si van a hacer casquería con ellos?

El general caminó lentamente hacia la torre desde la que dominaba el llano. Los soltados le miraban con insolencia culpándole de su inminente muerte. El cese de los bombardeos, aquel silencio demoníaco, les inquietaba más que el grito histérico de los cañones.

Kuz observó con sorpresa que algunos eran capaces de reír. Bromeaban sobre sus propias heridas: “Mira tú que regalo me han hecho los granaderos de Veritám”.

Veritám repitió para sí el general en voz baja.

Otros brindaban con los últimos suspiros de licor que quedaban en las botellas. Gritaban y reían entrechocando los vasos. Estaban borrachos.

Otros tantos tenían la mirada perdida, acariciaban sus espadas desafiladas, pensando seguramente en alguien a quien no iban a volver a ver. Los cetrinos sabían que ese sol encarnado que cegaba los ojos era el último que les daba la vida. Sus llamaradas lamían los uniformes ennegrecidos.

El general Kuz subió las escaleras que llevaban a la torre central. Estaba milagrosamente en pie. Su segundo le seguía de cerca. El líder de aquel asomo de ejército oteó el frente enemigo. Los cañones inmensos parecían dormir. Todavía salía humo de sus bocas. Detrás, a lo largo del pisoteado llano, se alzaba el campamento trinisanto hasta el horizonte de colinas. Los hombres de Kuz ni por asomo podían plantar cara a eso. Distinguió perfectamente a los arqueros, a los lanceros. Había también waikikis, esa suerte de infrahombres de las montañas que seguían a las huestes de Veritám. Y homúnculos: seres creados mediante procedimientos químicos. Materia y restos humanos putrefactos animados mediante la sabiduría infame de los Ladrones de Almas. Después de cada batalla, estos magos recogían pedazos de cadáveres y con ellos construían esas efectivas abominaciones ambulantes.

¿Ves toda esa morralla repulsiva? señaló el general a su segundo, acodado en la almena―. Esos son los primeros que nos van a atacar. Si acabamos con homúnculos y waikikis, vendrán los trinisantos con sus uniformes blancos y sus cabellos rubios. Y será entonces cuando...

No, señor. Venceremos repuso sin fe el oficial.

El general le dedicó una sonrisa agria:

Esta campaña ha sido una payasada: Arialcanda ya es de los trinisantos. Vamos a durar menos que un pedo.

Miró entonces hacia la ciudad, que se alzaba tras el maltrecho alcázar de Nis. Sus torres doradas jamás habían conocido la guerra en sus miles de años de existencia. Los palacios y los jardines se distinguían perfectamente bajo la calina anaranjada de la tarde. Al Este, la ciudad lindaba con el lago de Animablanca. Allí sus calles se convertían en graciosos canales. Centenares de barquichuelas surcaban sus aguas doradas. El general distinguía las callejuelas empinadas que ascendían como en procesión de almas hasta la cima de la colina de Hojoviento. Allí, en medio de cascadas artificiales y mansiones, estaba el palacio de los Yenenaii.

Ningún cetrino había llegado jamás a Arialcanda. Los soldados de Kuz eran los primeros en poner sus oscuras pupilas en las cúpulas y minaretes de la ciudad más vieja del mundo.

Y quién me iba a decir a mí que un día iba a ver Arialcanda murmuró Kuz. Pero tampoco podía saber que moriría aquí. Ya ves suspiró mirando a su oficial. Un ejército de 50.000 hombres, infrahombres y bestias dispuesto a tomar una ciudad en la que no ha habido guerra en miles de años. Y lo peor: Nosotros en medio. Nosotros, su única posibilidad de salvación.

El general, sin esperar respuesta, se asomó a la torre y exclamó:

¡Escuchadme, hombres del sur! ¡Os habla vuestro general!

Los oficiales más fieles corrieron a cuadrarse en primera fila. La gran mayoría de la soldadesca, sin embargo, se acercó a regañadientes. En unos minutos mil hombres habían formado frente a la torre, casi con tanto orden como las pilas de muertos que se hacinaban a los pies del muro Este. Algunos murmuraban en voz baja:

Si tengo que morir preferiría que me ahorraran el discurso de los héroes.

¡Pa! Dale al viejo canalla su minuto de gloria.

Los que estaban beodos se reían casi sin tenerse en pie.

Las tropas que había allí formadas eran una turba sucia y furiosa; famélica, acobardada y contando las horas que les quedaban para volver a la tierra de la que un día vinieron. Por segunda vez en aquel día, Kuz tuvo que contener las lágrimas:

¡Cetrinos! ¡Detrás de nosotros está Arialcanda! ¡Y delante los trinisantos!

La mención de esa sola palabra enardeció los ánimos de los hombres del sur que comenzaron a gritar de rabia:

¡Carniceros! ¡Hijos de cerdo! ¡Mantecones!

Kuz, al ver que sus hombres tenían todavía rescoldos de pasión, continuó por ese camino:

¡El virrey Veritám ya se cree que es el amo de Arialcanda!

Citó al líder de los trinisantos con énfasis de fanático, pero tal mención no produjo el efecto esperado. Todos callaron. En las caras carcomidas por el hambre el miedo. La palabra Veritám había surcado el aire como un manotazo de viento helado.

Kuz trató de enmendar su error:

¡Nosotros somos el único obstáculo que separa al Imperio Trinisanto de Arialcanda! ¿Queréis que los blancos se paseen por las calles de la ciudad de los sabios? ¡Esos brutos, esos asesinos, esos torturadores tramposos! ¿Les queréis en la ciudad de los Yenenaii?

¡Noooo! –gritaron mil voces más o menos al unísono. Un borracho rió.

¡Hemos venido de muy lejos para defender esta última ciudad! ¡Hemos padecido! ¡No ha pasado un solo día en el que alguien no haya perdido un amigo! ¡Pero ahora estamos aquí! ¡Y nuestro deber es impedir que el imperio blanco llegue a Arialcanda!

¿Y por qué los arialcandos se quedan paseando en barca y comiendo pasteles mientras a nosotros nos matan por su ciudad? exclamó una voz desde la muchedumbre.

Todos, incluyendo al general, enmudecieron.

Inmediatamente, dos soldados corrieron hacia un pelotón y prendieron a uno de los hombres que lo componían. Era un recluta pequeñajo. Tenía hombros fuertes y mirada resuelta, casi insultante. Moreno y de cabello áspero y rizado. Sus ojos echaban llamas en el momento en que le sacaron de las filas y le tendieron de rodillas sobre el polvo.

¿Mato a este cobarde, general? exclamó uno de los captores con voz sonora a Kuz que observaba la escena desde el torreón. El aspirante a verdugo se había llevado la mano a la empuñadura de la espada.

No respondió el viejo militar―. No repitió como para sí mientras se retiraba de la almena.

El soldado insolente se levantó mirando al que se había ofrecido para matarle y le susurró al oído:

¡Imbécil! No te descuides en la batalla porque si te encuentro te acuchillo por la espalda. ¡Te lo juro por mi hermana que está bajo tierra!

¿Cómo te llamas? le preguntó el otro tratando de travestir su miedo en marcialidad.

Akkán.